Opinión
La catástrofe minera y el silencio
Las poblaciones cordilleranas desde hace años sienten y viven una situación catastrófica. Y una catástrofe se define por la destrucción de una estructura sin la consecuente construcción de otra. A diferencia de situaciones traumáticas que, cuando la causa desaparece, cierta normalidad renace, con la catástrofe nada vuelve a ser igual. Y, en efecto, cuando vemos las imágenes de destrucción indiscriminada de cerros, glaciares, ríos, fauna, flora, sitios arqueológicos, sitios sagrados, agriculturas y poblaciones dignas que llevan años reproduciéndose, podemos sentir con ellas la sensación de la catástrofe minera. Dentro de 10 o 15 años, cuando el mineral se agote y las corporaciones se vayan, nada volverá a ser igual, tanto los ecosistemas como la vida de las poblaciones nunca más volverán a ser lo que son hoy. ¿Por qué? ¿Quién tiene el derecho a decidir que esto ocurra? ¿Qué valor tienen unas leyes aprobadas en los ‘90 (como la leyes de perdón a los represores)? O, ¿qué valor tienen legislaciones provinciales votadas entre “gallos y medianoche”, como la desafección de la protección de la Unesco de una franja de unas 17 mil hectáreas de tierra en San Juan que ya habían sido cateadas para minería y que luego serían transferidas a la empresa Barrick Gold para sus proyectos de Veladero-Pascua Lama? La ley no fue anunciada sino hasta diez años después, luego de que fueran completados mapeos y exploraciones y, mientras tanto, los derechos de esas tierras eran comprados a precios irrisorios (Informe Corpwatch, 2007). ¿Quiénes nos representan en estas decisiones estratégicas de nuestros territorios y nuestras vidas? ¿Por qué impiden plebiscitar estas decisiones? En el único caso que se permitió el plebiscito, Esquel, por una amplia mayoría se repudió la actividad.
¿Por qué el sector político partidario que representa o pretende representar a estas distintas poblaciones muestra tantas dificultades para poder leer sus demandas de poder elegir cómo vivir y relacionarse con el medio? Cuando nos empeñamos en observar y registrar el país “desde abajo”, visualizamos que la brecha entre políticos, funcionarios y poblaciones es cada vez más ancha. En algunos espacios de estas organizaciones y movimientos acercarse como integrante de un partido político es recibir con seguridad una invitación a retirarse. Los partidos de oposición registran estos fenómenos, pero tratan de usarlos para desacreditar a los dirigentes en funciones gubernamentales y capitalizar la situación. El fracaso es rotundo, pues no se dan cuenta de que no pueden salir de la misma lógica por la que unos y otros pierden credibilidad. Las encuestas son muy elocuentes para demostrar este fenómeno, bajan los políticos en funciones de gobierno, pero ningún opositor sube en popularidad.
Durante la última semana, muchas poblaciones del país cuyos territorios la actividad minera aspira a controlar y devastar (o lamentablemente ya lo hace) repudiaron de muchos modos un evento denominado “Argentina Oro 2008”, realizado por las grandes corporaciones mineras con la finalidad de demostrar los avances de sus considerables negocios en este país. Muchos argentinos de las regiones mineras, muchos universitarios, trabajadores, periodistas, artistas, personas que aún conservan ese empecinado criterio de elección de lo que consideran sustentable o perjudicial para el país, repudian esta ostentación de riquezas y negocios de las corporaciones y sus socios nacionales. Sin grandes medios, sin recursos, ni apoyos más allá de los propios de las acciones colectivas, estas poblaciones dan una vez más el ejemplo de resistencias que nos hacen dignos como sujetos sociales y conjunto social.
Simultáneamente a estos tremendos esfuerzos contra la entrega de los recursos naturales y la devastación de los territorios, los políticos gubernamentales, varios gobernadores, acompañan el evento minero y la oposición partidaria, la UCR, la Coalición Cívica y el PRO se ocupan de entorpecer la recuperación estatal de un sistema de jubilación privada que fue otra de las vergüenzas nacionales de los ’90. Elisa Carrió, que hace un tiempo advertía acerca de los que “vienen por nuestros recursos”, cuando “los que vienen” ya están en casa festejando se ocupa de convocar a su partido para oponerse a una medida que, en todo caso, se debe discutir en el Congreso y no en la calle. Mientras un número importante de argentinos busca todos los medios para convencer a la esquiva ciudad de que éste es el momento no sólo para indignarse, sino para terminar con esta producción devastadora usando todos los medios legales (en siete provincias ya hay legislación que la prohíbe), los políticos siguen sus propias, ciegas y sordas lógicas.
A pesar de todo, un fuerte sentido “decolonial” se expande por las poblaciones más sensibles: habitantes de las pequeñas ciudades cordilleranas, comunidades de científicos responsables, artistas, periodistas y muchos, muchos jóvenes que tratan tenazmente de evitar la catástrofe. Ignacio Lewkowicz, quien nos hablaba de las consecuencias de la catástrofe, se preguntaba (en PáginaI12, 11/7/2002): “¿Qué sucede con la catástrofe? Si el trauma es concebido como el impasse en una lógica (...) la catástrofe sería algo así como el retorno al no ser. Es posible pensarla como una dinámica que produce desmantelamiento sin armar otra lógica distinta pero equivalente en su función articuladora. De esta manera, lo decisivo de la causa que desmantela es que no se retira (...) Por eso mismo, no hay ni esquemas previos ni esquemas nuevos capaces de iniciar o reiniciar el juego. Hay sustracción, mutilación, devastación. Se ha producido una catástrofe”.
* Profesora e investigadora del Instituto Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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